La pasión de Fosse
“El momento de cantar es cuando tu nivel emocional es tan alto que ya no puedes hablar más, y el instante de bailar es cuando tus emociones son demasiado fuertes como para cantar solamente sobre lo que estás sintiendo”.
Bob Fosse
En 1979, el coreógrafo y director Bob Fosse llevaba casi tres décadas de carrera y vida dedicadas a mostrarnos una cosa: la vida es un escenario.
Bajo su lente, Liza Minelli en Cabaret lo cantaba, Shirley McLaine en Sweet Charity lo bailaba y Dustin Hoffman en Lenny se burlaba de ello; pero Fosse sabía que en medio del caos y la belleza uno vivía sus días consagrándose a perfeccionar el arte de estar vivo ante las multitudes, sin segundos actos, debiendo dar el todo por el todo en cada respirar.
¿La muerte? La culminación total de ese montaje llamado existir.
Uno que sí o sí debe ser glorioso.
Nacido en 1925 e hijo de dos padres explotadores de clase baja, la miseria en la que Fosse vivía encontró en la danza una manera de ser sobrevivida; ahí estaba ese chico enclenque, enfermizo, de gran carisma y delicadeza que a los 13 años descubrió en ese arte un escape a la realidad. Habiéndose curtido en el vaudeville y los espectáculos burlesque, en 1953 ya había conocido el glamour del cine como bailarín de reparto en MGM, donde un pequeño segmento en la olvidada cinta “Kiss me Kate” hizo que Broadway se fijara en él.
Y que Broadway no volviera a ser el mismo.
Agresivo y delicado, con esas manos jazz juguetonas (que conjugaban con una vida personal pródiga en mujeres y excesos), su fracaso a la hora de seguir la técnica lo compensó en el teatro pasando a la historia con un estilo anárquico de puesta de escena exagerada que hoy es común en cuantos musicales se refiere: lo escenográfico era sobrado y el cruce de tobillos, los golpes de cadera, el balanceo de los hombros y las posturas inclinadas eran su sello distintivo. En muchas de sus coreografías los bailarines llevan sombrero y guantes para reflejar a su creador, ese hombre que desde muy joven empezó a quedarse calvo y odiaba sus manos.
Por supuesto que él tendría la última palabra en cómo pasaría a la historia.
Así, ya habiendo triunfado en Broadway (ganando la friolera de 9 Tonys) y revolucionado el cine (ganando el Óscar a mejor Director por Cabaret, mismo que fue sobre Francis Ford Coppola por El Padrino), su vida proporcional era un desastre mayúsculo: tres divorcios, múltiples amantes, neurosis varias que acallaba con alcohol y cigarrillos le habían generado problemas del corazón que lo habían acercado en más de una ocasión a la muerte.
Y fue ahí donde decidió no poner todo en orden, sino escenificar el caos que era Bob Fosse.
All that jazz (El show debe continuar) narraba el calvario de un director (personificado por un impagable Roy Schneider) muy parecido a Fosse, uno que en el limbo conversa con el ángel de la muerte (una angelical Jessica Lange) mientras le empieza a mostrar la historia de su vida como si se tratara de una puesta en escena dirigida por él, donde expurgaba sus pecados con la sonrisa fascinada de aquel que vive un infierno pero jamás perdió el control ni la visión.
Ganadora de la Palma de Oro en el Festival de Cannes, All that jazz se convirtió casi de inmediato en una cinta que marcaba un antes y un después en la historia del cine, tomando las herramientas del cine para usar el artificio que en ocasiones es sinónimo de musical, para endulzar una historia por demás dura (imposible pensar en Lala land o Dancer in the Dark sin ella).
Se antojaba una despedida perfecta, una que no pudo ser, ya que Fosse, quizá acostumbrado, siguió viviendo al límite mientras su legado caía entre películas olvidables y escándalos personales que mermarían su tan precaria salud, llevándolo a un abrupto fallecimiento a los 60 años, antes de que se levantara el telón de su última creación; una donde volvía a tomar el lado obscuro del hombre para mostrarlo en un escenario que se asemejaba a la vida, a esa vida que ensalzaba lo sórdido y creaba héroes en los lugares equivocados, una vida que el veía tristemente como parecía se le había asignado, siendo su figura el único eclipse hacia su arte.
Esta obra cambiaría todo ello.
¿El nombre de la obra?
Chicago.
Y si, el show continuó.
Y continúa.
Aun sin él.
Pero saliéndose con la suya. Siempre. Sólo que el escenario le quedó chico.
Agustín Ortiz
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