No image

Museo Nacional del Prado

MUSEOS 

Eduardo Pineda 

 

 

Existen lugares tan absolutos, tan relevantes en la historia de la humanidad, tan repletos y desbordados de belleza y de significancia para la sociedad de todo el orbe, que es imposible escribir sobre ellos, imposible de forma total, imposible decirlo todo en dos cuartillas, imposible encontrar palabras para su adjetivación, su descripción y su alusión.  

Queda tan sólo una forma de abordarlos, tan sólo asomarse, mediante unas líneas, a algunas de las obras que guarecen sus muros, que se cobijan bajo sus techos, que admiran a sus visitantes y que se suscriben a la página de lo mejor que ha hecho la humanidad en términos de arte. 

El Museo del Prado es un ejemplo clarísimo de lo anterior y, por ello, quiero hacer mención sólo de la obra de Francisco de Goya que se instala en sus salas para beneplácito y goce de los cultos que aprecian la fuerza y singularidad de los trazos del artista español que se arranca la realidad más cruda y nos la entrega con esmero, libre de pudor, así, como él pintaba: en carne viva. 

Toda la clarividencia diabólica de Goya nos deja perplejos tras su mar infinito de muecas y gestos de dolor. Goya es el poeta de la descarnación, la deformidad y el desasosiego. Retrató y plasmó en las paredes de su habitación los más hondos miedos y las verdades que más odia el ser humano aceptar.  

Sin prejuicio y sin ataduras, Francisco de Goya reveló esa parte negra del alma humana, develó a todas las luces de la razón y la imaginación la médula ya sin hueso de la que surge toda la sangre de la maldad, nos introdujo en las nubosidades oscuras antes del torrencial y nos mostró el infierno que hemos construido aquí en la Tierra. 

La guerra, la violencia, el hambre atroz, la pobreza, la estupidez humana, la sinrazón y demás desinteligencias del hombre que azotan en la cara amoratada de otro hombre, era el tema de Goya en cada una de sus pinturas; hechas primero sobre el yeso de las paredes de su casa y después pasadas a lienzos que hoy rebosan de admiración en el Museo del Prado, en Madrid. 

La maldad y el sufrimiento en una danza cuya música era el crujir de huesos y el gotear de la sangre de los culpables e inocentes. Una danza más que fúnebre porque al menos la muerte es un instante que pasa y se va diluida con el viento, pero en los tormentos de la obra del madrileño el tiempo está contenido, brutalmente estacionado por los siglos para que el castigo sea eterno. Ese es el poder del artista, que, si su dibujado ríe, reirá para siempre; pero si se atormenta, el sufrimiento no cesará jamás.  

La maldad y el sufrimiento en una composición de colores que deja asolado al espectador, que se debe acercar al óleo para notar que cada rostro sufre a su manera, que cada cuerpo se deforma distinto que el otro, que cada lágrima huele a rancio y hay un vaho etéreo que apesta a olvido en las bocas abiertas y acalladas por el lienzo.   

Todas las almas maléficas caben en “un Goya”, habitan principalmente en el Museo del Prado, constituyen el inicio del expresionismo en el arte y fueron parteaguas del surrealismo y de alguna forma también del impresionismo.  

Francisco de Goya es el fotógrafo de la perversidad y las miserias del hombre que deambula vago, huérfano y desalmado por la tierra que algún día fue el paraíso de Adán y Eva; el hombre hoy desterrado y castigado, condenado y resignado a luchar con el sudor de su frente. Ese hombre que lleva en el abandono toda la historia de la humanidad porque Adán pecó cuando aún no procreaba, cuando aún era el único hijo de Dios en el jardín del edén.  

El Museo del Prado encierra para la posteridad la obra de Goya y de muchos más, y nos invita siempre a escudriñarlo, a nadar en sus entrañas para descubrir el arte en su estado puro, como un éter inhalado para hacer volar la imaginación y soñar despiertos.  

 

 

 

eptribuna@gmail.com 

Compartir

About Author

Related Post

Leave us a reply