Puebla como museo
Ciudad de Puebla, fotografía del Periódico El Sol de Puebla, 18 de noviembre de 2022.
Cuando Fray Toribio de Benavente consignó el Moribus indorum en la homilía celebrada el 16 de abril de 1531, con motivo de la primera fundación de la Ciudad de Puebla, no imaginó que estaba frente a una metrópoli en potencia que bien sabría conjugar la historia y la modernidad en los siglos venideros, una ciudad icónica del mestizaje y un estandarte del virreinato con el alud de expresiones culturales que ello significa.
La bien trazada ciudad de los ángeles, que dibuja una parrilla en el centro del valle comprendido entre los cerros de los Fuertes, la Paz y Amalucan, tiene una semejanza estética a los corredores de las galerías de un museo. Es como si la ciudad fuera el museo del arte arquitectónico virreinal, y sus fachadas fueran una muestra de arte pictórico que guarece la música, el teatro, la danza, el cine, la literatura y la escultura.
Basta recorrer la avenida Reforma─Juan de Palafox y Mendoza, para apreciar hacia el poniente la arquitectura afrancesada, luego el barroco ibérico en una amalgama de construcciones neoclásicas burguesas entremezcladas con la sencillez de las vecindades que sobreviven al paso del tiempo. Más cerca del cruce de los cuadrantes el imponente estilo eclesiástico churrigueresco y el elegante Palacio Municipal, que hace escuadra frente al antiguo edificio del Gobierno del Estado con su porte francés del siglo XVI. Sin menoscabar el zócalo, que ha vivido diferentes transformaciones, pero siempre manteniendo al centro la fuente del patrono espiritual de los poblanos y visitantes que se llevan en la memoria del paseante la postal de San Miguel Arcángel con el costado norte de la Basílica Catedral de Puebla de fondo, que, a manera de breviario, hemos de apuntar que no le “tocaba” a esta ciudad, sino a la Ciudad de México, pero por un afortunado error de los mensajeros del Rey Carlos V sus planos fueron entregados a Don Juan de Palafox, y los planos de la verdadera Catedral de Puebla a Fray Juan de Zumárraga en la Ciudad de México, con lo que las catedrales quedaron intercambiadas entre ambos sitios, dando a Puebla la catedral más grande en superficie y volumen de toda Latinoamérica.
El rio San Francisco daba un margen natural a la ciudad de los ángeles del lado oriente, y el barrio de Santiago dibujaba la frontera poniente de la naciente capital gastronómica de México; al sur la iglesia y panteón del Carmen, y al norte el cerro que enalteció después los fuertes de Loreto y Guadalupe. Era una ciudad pequeña, pero con vida propia, ya que el comercio entre el Puerto de Veracruz y la capital de la Nueva España hizo de Puebla una ciudad de comerciantes acaudalados, coleccionistas de arte proveniente del lejano oriente, clérigos pastores de almas itinerantes y definitivamente un buen lugar para descansar entre ambos puntos de intercambio comercial.
Todo ello derivó en el establecimiento de muy variadas expresiones culturales, en un barroco de exquisitez culinaria y visual, y convirtió a la Ciudad de Puebla en una ciudad-museo que aprendió a convivir con el alud de la modernidad postindependentista y post- revolucionaria en la que México adoptó una identidad propia que honra sus raíces peninsulares y retoma lo mejor de su pasado indígena.
Observar los balcones en las calles-galerías y notar la ausencia o presencia de las plomadas intermedias en los barrotes que revelan la edad de las fachadas, admirar los pórticos altísimos de los palacios que ensombrecen las adoquinadas calles, apreciar las formas de los paredones, de las cúpulas de las incontables iglesias, de los sitios como el Edificio Carolino, el Reloj del Gallito, el Mercado de la Victoria, los Portales del Zócalo, las Torres de la Catedral, el Puente de Ovando o los andadores de la calle 5 de Mayo, nos hacen imaginar que recorremos un museo que abrió sus puertas al mundo un 16 de abril, pero de 1531, tras la homilía de Benavente en aquel lejano pero vigente Moribus indorum.
Eduardo Pineda
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