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Una lección de poder: El Padrino

Su productor la veía como una cinta menor, su realizador solamente quería dinero fácil, y su protagonista estaba vetado de Hollywood; aun así, El Padrino se convirtió en una cinta legendaria que vale la pena revisitar para recordar las razones que la hacen todo un clásico. 

 

Mario Puzo estaba en serios problemas: las deudas de juego estaban a punto de llegarle al cuello y su carrera literaria iba en franco declive. La crisis lo lleva a tocar la puerta del legendario productor, mujeriego y cocainómano, Robert Evans, para hacerle una simple petición: dinero a cambio de una novela que pudiera ser llevada al cine con un éxito seguro. Evans, quien desde su puesto como jefe en la Paramount llevaba una racha envidiable con éxitos como El bebé de Rosemary (1969) y Love Story (1970), accedió, seguro de que su suerte iba a convertir esa novela en un nuevo éxito para su productora. 

La novela se llamaba El Padrino. 

¿Éxito? Mas bien historia. 

Después de tres premios Óscar, una secuela aún más exitosa y un puñado de frases legendarias (“mantén a tus amigos cerca y a tus enemigos más cerca”, “tengo una oferta que no podrá rechazar”, entre otras), cuesta creer que en un principio la película fue concebida como un simple blockbuster veraniego que buscara engrosar las arcas de Paramount. La simple elección de Francis Ford Coppola como director hablaba mucho de cómo Evans veía a El Padrino: Coppola venía del cine independiente, y aunque ya traía un Óscar bajo el brazo –Patton (1979)-, el joven director sólo buscaba dinero para seguir financiando sus proyectos experimentales.  

No obstante, Coppola era un genio, y lo mejor estaba por venir. 

El guion de la cinta, escrito a cuatro manos entre Puzo y el director, dejaba a un lado los amoríos de Sony y la intriga, para concentrarse en la historia sobre el poder y la fragilidad de una dinastía de migrantes que había ascendido al poder y el dinero a la sombra de la América de entre guerras; la idea del poder que ofrece El Padrino es una que busca cimentarse en la institución de la familia y las decisiones de un patriarca que solamente busca la legitimidad para sus descendientes. 

Fue precisamente en la figura del patriarca, Vito Corleone, que empezaron los legendarios conflictos entre Coppola y Evans: el director se empeñaba en contratar a un Marlon Brando que, aun ganador del Óscar en 1955 por La Ley del silencio y considerado leyenda en el mundo de la actuación, en taquilla su nombre equivalía a veneno por una serie de tropiezos.  

Coppola no iba a aceptar un no como respuesta, así que, a espaldas del estudio, filmó su audición logrando que el estudio se rindiera al ver cómo el actor iba creando un personaje que se convertiría en legendario entre cinéfilos y no cinéfilos (gato incluido). 

Peor suerte corrió el entonces desconocido Al Pacino, quien aun habiendo ganado un premio Tony, tuvo que luchar por su papel (sobre nombres más famosos como Warren Beatty, Alain Delon y Jack Nicholson), ganándose el apodo de enano Pacino durante el rodaje. A esto hay que sumar el odio vitriólico de parte del productor Robert Evans al ver cómo la terquedad de Coppola se convertía en genialidad; porque fue durante El Padrino que Coppola dejó de ser un mero director para convertirse en un genio a secas, en un visionario, en un artista. Uno cuya visión hizo que la película pasara de cinta dominguera a convertirla en una obra de arte. 

Aun con la interferencia de la liga antidifamación de los derechos de los italoamericanos amenazando con detener el rodaje ante lo que consideraba aberraciones sobre ellos (cambios sugeridos que Coppola aceptó por miedo a enemistarse con la Cosa Nostra, que juraba no eran tan malos como el director retrataba), la cinta se convirtió en un clásico, uno que triunfó en taquilla y fue nominada a múltiples premios Óscar, convirtiendo a los antes desconocidos Al Pacino, James Caan y el impagable Robert Duvall, en estrellas, al mismo tiempo que rescataba la carrera de Brando y convertía a Coppola en EL cineasta de los 70. Que Pacino se rehusara a ir a la ceremonia por haber sido nominado solamente como actor de reparto, mientras su protagonista se convertía en la segunda persona en rechazar un Óscar (inaugurando una era de excentricidades que Brando jamás logró sacudirse), y que la cinta ganara los premios a mejor película y guion adaptado, no impidieron que fuera opacada por la avalancha de premios que recibió ese año la sublime Cabaret, de Bob Fosse. 

Hoy basta con ver cualquier película o serie de mafia para darse cuenta de que El Padrino, más que una simple cinta, es un virus expansivo en la cultura popular porque, aun convirtiéndose en supuestamente la última cinta sobre la mafia, la misma era solamente un pretexto para hablar, lejos del moralismo que prevalecía sobre la importancia de los valores tradicionales dentro de una Norteamérica con la sombra de la paranoia y Vietnam sobrevolando,  del tema fundamental que era cómo la familia podía ser más una sentencia que una simple palabra sobre el destino: Michael Corleone (alguna vez primogénito que rechazaba el ilícito y exitoso imperio familiar creado por un padre que sólo buscaba darle un mejor futuro a su familia) debe destruir los pocos indicios de decencia que buscaba su padre legarle para, por su camino, construir su propio éxito cambiando el viraje hacia unos valores que anticipan lo yuppie en los años 80: el bien colectivo (de familia) pasaba a segundo plano ante la búsqueda del bien personal (Michael) como espejo de cómo al final el migrante deja de serlo y su historia se convierte  en parte del progreso de Norteamérica. 

El Padrino es una fábula disfrazada de cinta. 

Y las fábulas son para siempre. 

Y pocas más reales que ella. 

 

 

Agustín Ortiz

joseagustinortiz86@gmail.com

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